sábado, 30 de junio de 2012

Prólogo epílogo.

… una multitud (y yo junto con ella, aferrando un manojo de papeles tardíos) se internaba en el cementerio de Flores, llevando a pulso un soberbio ataúd de roble que parecía contener, no el consumido cuerpo de un hombre largamente enfermo, sino varios hombres con todo el peso de sus días y sus recuerdos. El Gordo J y yo empuñábamos las dos manijas de la cabecera, Cristino y el Cano Fernando habían tomado las de los pies. Por las dudas Carlos y Héctor apuntalaban el medio con manos firmes. El suelo estaba resbaladizo y no fuera cosa que... Finalmente llegamos a la fosa recién abierta: el ataúd fue bajado hasta el fondo. Redoblaron primero sobre la caja los terrones amigos y a continuación la multitud obró lo suyo hasta casi no dejar lugar a las paladas brutales de los desairados sepultureros. Arrodillado sobre la tierra santa, El Gordo J. desplegó una bandera azulgrana como quien tiende prolijamente una cama mientras el Cano Fernando aseguraba en la cabecera de la tumba una cruz de metal en cuyo negro corazón de hojalata se leía lo siguiente:

EL PADRINO
R.I.P.

Luego, mientras nos alejábamos de la tumba sacudiendo el barro de nuestras manos, la gente del grupo de teatro me llevó aparte, al pie de un añoso paraíso. Estaban todos, como en tantas despedidas los últimos años en la editorial o la fomento. Fieles, huérfanos, dignos. Cristino tomó la palabra en nombre del resto:
- Porque ya no ha de importarle- tartamudeó.
-“Circe”- pensé instintivamente al escuchar las primera palabras del relato de Cortázar, uno de los muchos que Marisa me había pasado mientras reconstruía esta “crónica”, para “inspirarte y darle un mínimo nivel literario”. Por un momento pensé que irían a representar algo, una de las muchas adaptaciones que tanto le gustaban al Padrino. Un homenaje. Pero no. Era casualidad. Con leve ademán Cristino selló mis labios y continuó:
-Decía que ya no ha de importarle- susurró mirando hacia la tumba aún rodeada de gente-, pero durante todo este tiempo le ocultamos algo. Fuimos unos cobardes. Doblemente cobardes...
-Sencillamente nos faltó valor –agregó tímidamente Gladis buscando refugio en los brazos protectores de Carlos. Comprendiendo mi desconcierto, Cristino resumió:
-El día que empezó todo… en el supermercado. ¿Se acuerda? El día D…
-Sí. ¿Cómo no? Hace años que vengo escribiendo sobre eso- dije, mostrando el fajo de papeles en mi mano. ¿Qué pasó ese día?
-No fuimos.
-Sí fuimos –intervino el Cano cruzándole la mirada.
-Está bien, fuimos –reanudó Cristino concesivo- pero nada más. No hicimos nada.
Ni gritos, ni desmayos…
-Nos faltó el valor –insistió Gladis.
El Gordo J. se había unido al grupo un momento antes y escuchaba a mis espaldas. El estrabismo de Cristino nos abarcaba a ambos sin problemas. Se ruborizó y agachó la cabeza.
-Nada…
-Pero entonces... -agregué incrédulo.
-Entonces escribiste otro género, boludo -filosofó El Gordo, concentrado en encender un cigarrillo–. Te veo en el diario.

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