sábado, 30 de junio de 2012

Capítulo XIII.

Debió haber pasado un tiempo largo porque cuando llegué a la Sociedad de Fomento (la misma de donde nos habían corrido unos días atrás) me encontré con el móvil del multimedio y Daniel H., iluminado por reflectores, hablando ante las cámara diciendo que la policía estaba a punto de allanar el escondite de los terroristas (sic) del supermercado. Desde dentro se escuchaba a Jorge Vidal cantando “La Fulana”. Cuando la ley llegó e irrumpió, la marea policial y televisiva me arrastró y terminé en el suelo en medio del salón. Desde allí la fiesta se veía imponente: guirnaldas y globos, vino y choripán. Recuerdo unas pantorrillas morenas y sólidas marcándose una chacarera cerca de mi humanidad yaciente. Me incorporé como pude y enseguida una señora gorda me tomó por la cintura; luego, estaba girando como trompo tratando de localizar a Marisa en medio de un telón del carnaval carioca azul y rojo. Se festejaba el último campeonato de San Lorenzo, mientras se esperaba la ansiada revancha contra San Pablo.
Finalmente, al fondo del salón, en una mesa pequeña, la vi: estaba con el de barba. El corazón me dio un vuelco. Hablaban animadamente y fumaban. Nunca la había visto fumar antes y eso –esa cosa iniciática a la que se dejaba someter- me molestó. Movido por los celos estallé en insultos y amenazas, mientras alguien me tomaba por el brazo: era El Gordo. Traía una cerveza y a los empujones me llevó hasta una mesa lateral desde donde se podía ver sin ser visto.
Daniel H. -advertido por mi grito- trataba de avanzar mientras cabeceaba para quitarse un gorrito de cumpleaños que alguien le había puesto. Cuando llegó, trastabillando bastante y con varios chicos colgados del hombro anunció “la caótica liberación de la mujer secuestrada” mientras dos policías esposaban al de barba. Lo siguiente que oí, en medio de un silencio repentino e imponente, fue la voz de Marisa: “Yo vine acá por mi propia voluntad”.
-¿Con o sin espuma? -preguntó El Gordo. Yo estaba muerto de vergüenza. No sabía qué decirle. Creo que percibió mi estado porque agregó, mirando a Daniel H.
-Que se joda por boludo.
-¿Vos sabías que esto iba a pasar?
-Más o menos. Cuando cortaste, estabas tan mamado que no te creí ni cinco. Pero él estaba ahí, insistió en que le contara y le armé una historia.
-Te va a echar.
-Ya me fui. Voy a dirigir un diario de pocas páginas que diga la verdad.
Mientras tanto, el revuelo iba pasando y las cosas se iban aclarando. La música retornó, la casa convidó a los agentes con choripanes y el de barba fue liberado. Daniel H. trató de explicar ante las cámaras el interesante caso de la secuestrada que no era secuestrada. Luego se retiró no sin antes avisarle al Gordo que estaba fuera. Este le mostró un dedo.
Marisa se acercó a nuestra mesa y se tomó mi cerveza.
-¿Ustedes son periodistas, verdad? Supongo que les interesará conocer la verdad sobre los fantasmas del supermercado. En dos minutos los quiero en la trastienda, donde procederé a revelar el secreto.
En medio de mi indignación creo que era la última frase que esperaba oírle decir. Lo peor es que dejó mi enojo en un paréntesis ridículo. Ahora sé que estaba preparando la escena y, de alguna manera, se lo merecía. Nos corrimos a la trastienda (en verdad, la cocina). Nos hizo sentar en dos sillas bajitas mientras ella permaneció de pie. Comenzó pausadamente, masticando la frase, como buscando un efecto.
-Como usted sabrá, al principio, me enganché con la idea de las proyecciones (el tono formal con que se dirigía a mí podría convenir a su armado escénico pero francamente me reventaba). Era lógico. Si tantas personas habían visto algo, o eran fantasmas o eran proyecciones.Y como los fantasmas no existen, debían ser proyecciones. Ahora bien, cuando resultó obvio que las agencias de publicidad no tenían nada que ver empecé a dudar. El supermercado por sí sólo no se hubiera arriesgado a una movida tan grande sin asesoramiento. Había pues, que buscar por otro lado, por improbable que pareciera. El problema era que había muchísimas puntas. Estaba la historia intrigante del ahorcado y la actitud sospechosa del grupo del bar “La Cancha”, algunos de los cuales habíamos visto al principio en el supermercado y más tarde en la TV bajo personificaciones distintas Era el momento de mayor desconcierto. Muchos datos pero ningún patrón que los organizara. Pensábamos en la necesidad de una conexión interna. Al ver a Cristino con el pelado de barba y sin bigotes creímos haberla encontrado. Pero al descubrirse que era un fabulador volvimos a quedar en cero.
Entonces una noche, jugando a los antónimos, accidentalmente surgió la oposición “conexión interna” - “conexión externa” y fue como si una luz se hubiese encendido en la oscuridad. Justamente un rato antes habíamos estado trabajando con el mapa de la “zona roja” de Boedo… De repente, el afuera se hizo fuerte y ganó mi atención. Me distraje pensando en eso y por ese motivo perdí el juego.
-No aclaraste eso en ese momento- intervine con malicia.
-Era obvio. Yo jamás perdería a los antónimos. Bien. A partir de aquí la nueva clave era el exterior. Mis sospechas hacia la “zona roja” se confirmaron al día siguiente cuando nos corrieron. Entonces confirmé que estábamos tras alguna pista. Al mismo tiempo, a juzgar por el cariz que estaban tomando los acontecimientos, todo llevaba hacia una dirección: el complot, el exterior contra el interior. El barrio contra el súper.
Era un avance, pero aún estaba lejos de la solución. Otras preguntas aguardaban: ¿para qué? (Más tarde, cuando se produjeron los saqueos, creí haber tenido esa respuesta, pero estaba equivocada) y por sobre todas las cosas ¿cómo? Un complot es algo que requiere necesariamente pocas personas. Allí, por lo pronto, había una multitud compacta afirmando haber visto a los fantasmas. Hacía falta un agente multiplicador que actuase secretamente coordinando a todos. Conocido y anónimo a la vez. ¿Quién podía reunir semejantes opuestos?
-Nadie. O una cosa o la otra –interrumpí por molestar.
-Error, estimado Watson. La respuesta es “alguien”, alguien muy evidente. La carta de Sherlock Holmes me dio la primera pista fuerte. Ahí sí, sentí que tenía la punta de un ovillo y que necesitaba estar sola un tiempo para poder pensar con tranquilidad.
-¡Me dejaste por un estúpido enigma!.
- Esa noche, me la pasé en vela pensando en la carta y al final recordé haberla leído justamente en un cuento de Conan Doyle.
-Entonces no existía tal señora de buena presencia.
-Elemental. Ese fue su error. Si resultaba obvio que alguien la había interceptado, lo lógico era preocuparse por la forma en que llegó la carta y no por el contenido. El hecho de encontrarnos con estampillas falsas nos llevó a pensar en un vecino o alguno de los del bar. Pero yo la había depositado personalmente en el correo, por lo cual la respuesta tuvo que haber venido de allí. Entonces recordé el patrón geométrico que se había formado en el plano de Boedo y que en su momento no habíamos sabido interpretar. Cruzando ambos datos, la respuesta era asombrosamente simple y evidente.
-Un cartero –articulé iluminado.
-La persona indicada para coordinar todo. Conocido y anónimo a la vez. De hecho, cuando le preguntamos al portero si había visto entrar a alguien, él dijo que no y era cierto en el sentido de que ningún extraño al edificio había llegado hasta tu puerta y deslizado la carta por debajo. Sin embargo la carta falsa estaba. ¿Cómo había llegado? El mismo cartero la dejó en manos del portero, quien se encargó de hacérnosla llegar, como todo los días.  Para quien se acostumbra a ver a alguien regularmente éste deja de tener significado en su vida. Es la idea básica de “El hombre invisible”, de Chesterton. En conclusión, la carta tenía que haber sido interceptada dentro del correo, respondida por alguien relacionado con el correo y enviada de la forma tradicional: por correo. Pero además: ¿cuál era el sentido de enviar mi carta a vuestra casa? Era obvio que nos conocían, sabían que investigábamos el caso y nos tomaban el pelo. Con la excusa de las encuestas volví al barrio y pregunté por el cartero, pensando que sería así de fácil. Pero me encontré con que ahora hay decenas. Son todos pibes contratados por un tiempo. No tienen continuidad. No llegan a entrar en confianza y un complot necesita tiempo. No. Tenía que ser un cartero de los de antes. Fui al Correo Central e indagué sobre los viejos recorridos. Me trajeron un plano y allí estaba, el triángulo imperfecto: reparto 18, entre Moreno, Estrada, Viel y Asamblea. Pregunté a las abuelas de la zona y me hablaron del cartero como un tipo alto y corpulento. Les pregunté si era calvo y usaba barba y para mi desilusión me respondieron que no. Lo recordaban lampiño y con una hermosa cabellera negra. Nuevamente llegaba a un callejón sin salida. Pero esa noche, por pura casualidad, mirando fotos antiguas con mis viejos, me di cuenta la manera asombrosa en que cambia la gente desde los 40 a los 60 años. Tranquilamente podía tratarse del pelado de barba veinte años atrás. Sabía que se reunía con su grupo los viernes en “La Cancha” y decidí jugármela. Tenía miedo de ir sola, por eso le pedí a usted que me acompañara.
-Gracias. Pensé que usted tendría ganas de verme.
-Cuando en el bar le pregunté una serie de direcciones y vi que las conocía todas, ya no me quedaron dudas. Era la prueba que necesitaba para confirmar que era o había sido cartero. Le envié una nota diciéndole que lo sabía todo. Entonces me invitó a charlar y me relató la historia. Cuando me habló de venir aquí no me pude resistir. Sabía que a usted le darían celos pero se lo merecía por su intemperancia.

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