sábado, 30 de junio de 2012

Capítulo I.

Soy periodista y la búsqueda de la verdad es mi ocupación. De todos modos yo me pregunto si alguna vez llegaremos a conocerla (a ella, a la verdad) tan sólo consignando, de manera fiel, los hechos.
Nací en la ciudad de Avellaneda en el año 1974. Pertenezco a una familia no oriunda de la zona. Mi viejo provenía de Santa Fé y se instaló primeramente en Barracas, donde logró asentarse como comerciante y luego se trasladó al otro lado del riachuelo cuando su hermano menor (el tío Angel) también emprendió la travesía de la bajada a la Capital. Dije 1974, el año del que sería el último título de San Lorenzo en 21 años. Mi viejo era fanático de Boca y cuando nací luego de anotarme en el Registro Civil corrió a hacerme socio, filiación que mantuve durante seis años hasta 1981 en que tío Angel, cuervo fanático, me explicó las diferencias entre elegir libremente y que a uno le impongan algo. Mi viejo se enojó mucho y al día de hoy sostiene que lo mío fue facilismo, que me hice de San Lorenzo deslumbrado por los festejos del ascenso de 1982 pero sé bien que me convertí el día que tío Angel llegó a casa deshecho en lágrimas mientras mi viejo festejaba y eso fue el 15 de agosto de 1981 y fue la escena más fuerte de mi infancia porque el tío llegó con un tablón del Gasómetro. Se había ido caminando de la cancha de Ferro -donde se había jugado el infausto partido- hasta Avenida La Plata, había conseguido vulnerar las fajas de clausura y forcejeó hasta arrancar un tablón. Después de eso lo cargó como Cristo hasta casa donde llegó a las 12 de la noche. Ese día -y no otro-  me hice hincha de San Lorenzo. Un año después, el día que volvimos a primera, Tío Angel organizó un asado y a la hora de los postres (de los vinos)  filosofó de la siguiente manera: "Vos naciste el año de nuestro último título, pero ese es un título discontinuo, por lo siguiente: San Lorenzo salía campeón cada trece años, a saber: 1933, 1946 (Martino, Farro, Pontoni), 1959 (Sanfilippo) y 1972 (El Ciclón). Antes de eso estuvo el Metro del 68, cuando los Matadores fueron el primer campeón invicto de  la historia, pero ese año fue una yapa, lo mismo que el Nacional del 74. Ninguno de los dos correspondía a un año predestinado. Por ese motivo el año pasado descendimos, porque se cumplieron 13 años de ese título desfasado de la tradición mística. Pero ahora con el ascenso se inaugura un nuevo ciclo y si todo sale bien y el universo recupera su armonía, debería dar la próxima vuelta en el año 1995". Creer o reventar el 95 salimos campeones con el Bambino.  En fin. En 1985, la familia se había agrandado lo suficiente  y nos mudamos al barrio de Almagro. Yo me quedé un año más en Avellaneda con el tío, hasta terminar la primaria, que me quedaba a la vuelta de casa y la cual no quería abandonar porque estaban mis compañeros de toda la vida. Ese año fuimos a la cancha como nunca (por entonces San Lorenzo era local en Huracán) y me quedó como uno de los mejores tiempos de mi vida. Finalmente me mudé con mis padres, cursé la secundaria en el Mariano Moreno e ingresé en la UBA donde estudié la carrera de Ciencias de la Comunicación y me recibí en 1999, ingresando, gracias a los oficios de un vecino influyente  en un conocido multimedios. Realizaba las más diversas tareas: redactor, corrector, tirador de cables, cronista de sucesos, detective en apuros... Me conformaba con el magro sueldo, ya que no tenía compromisos. Pero a los pocos meses, me mudé cuatro cuadras más allá de Victoria y Castro Barros, lo cual hace mucho en Almagro a nivel inmobiliario y, como suele ocurrir en estos casos, casi inmediatamente mi integridad se encontró de patitas en la calle y mi nombre en una flamante y enteramente exclusiva lista negra. Dios podrá existir o no, pero el mundo lo rigen las leyes de Murphy.
Fue un suceso bastante peculiar. Un día me mandaron a asistir a uno de nuestros periodistas estrella -y principal inversor del multimedios- en la cobertura de una nota sobre los travestis del barrio de Palermo. Fue un caso muy sonado y algún memorioso lo recordarà: los vecinos, gente rancia y respetable, denunciaban su presencia en la vía pública y aquellos reclamaban su derecho a ejercer la libertad de trabajo.
Nuestro periodista estrella no solía rebajarse a tales menesteres, pero, al margen del ferviente defensor de las buenas costumbres que era, en esta ocasión lo movía un interés personal: era vecino del barrio y no era difícil advertir que el papel de justiciero mediático (a la manera de azote de los herejes) le provocaba (¡Él le perdone!) cierta vanidad.
Aquella noche, cuando arribó, nuestro móvil fue ovacionado. La puja entre los bandos estaba en su apogeo. De vereda a vereda volaban acusaciones, poses e insultos. En medio de la lid, destacaba por su agresividad una vecina corpulenta y entrada en años que llevaba un maquillaje de apuro y algo sobrecargado. Un carácter histriónico y poco ubicuo me llevó a comentar -en forma ocasional pero en un tono lo suficientemente audible para que cualquiera pudiera oírlo- que ése era el representante oficial de los travestis. Daniel H., el periodista estrella, lo tomó en serio y con cara grave se dirigió a la señora en tan desafortunados términos. Como réplica, fue duramente increpado y una vecina recién llegada de las compras lo agredió con una baguette. Como la nota salía en directo, no hubo forma de cortar nada. Fue un papelón que los programas de bloopers, cual aves de rapiña, se encargaron de magnificar y retransmitir hasta el cansancio. Tanto escándalo por tan poquita cosa.
Siempre sostuve que las bromas, cuando son bien hechas, por regla general no ofenden. Claro que no es tan mecánico ni funciona igual con todos. Daniel H. me echó, acusándome de comunista y amenazó con asegurarse de que ningún medio me tomara ni siquiera para barrer (cosa que eventualmente hacía en el multimedios).
Así despilfarrè una gran oportunidad, según el vecino.
Por suerte le había caído bien al Gordo J, mi actual director y por entonces responsable de la sección policiales del diario (el multimedios manejaba además varias revistas, un canal de cable y una radio), quien me aceptaba colaboraciones, lo cual me ayudaba para cubrir el alquiler, mucho más modesto, de un viejo departamento cerca de Parque Chacabuco.
Después de eso la vida se encauzó en una rutina amable: del departamento a la redacción y viceversa, visita a la casa de los viejos una vez por semana, las caminatas por Corrientes con Marisa buscando textos para la facultad, la pizza de Hugi´s en la Plaza de la República, el bar Astur y los últimos ejemplares de Pomelo Neuss del mundo y la cartelera del San Martín. Así parecía haberse asentado mi existencia en las postrimerías del milenio.
Entonces ocurrieron los increíbles sucesos del supermercado.

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