sábado, 30 de junio de 2012

Capítulo VIII.

La primera reacción, luego de una mala noticia, es la pretensión de aferrarse al instante previo. La realidad imperturbada, el mundo seguro en que ese dato no existía. Está ahí, del otro lado del velo mental, como una barca de la que acabamos de caer y que se aleja, lenta e inexorablemente. Un desgarro íntimo en el cual percibimos el momento fantasmal que va del presente al pasado, de la vida a lo vivido.
Hice el duelo por ese instante mientras anticipaba las desagradables consecuencias que la funesta novedad traería. Marisa continuó, algo culposa.
-Cuando habló con vos del ahorcado y todo eso se basó en El fantasma de la Opera, por eso me sonaba de algún lado. Hay frases textuales del personaje de Cristina Daee. Digamos: Cristina Daae-Cristino Daer. La similitud es obvia.
-O sea que ni siquiera es su verdadero nombre- intervine no muy brillantemente.
-Elemental. Lo de la muerte de Boquete alude al asesinato de José Bouquet, la primera víctima del fantasma. Al administrador Mercier también lo sacó de ahí.
-¿Cómo te diste cuenta?
-El viernes a la noche, cuando íbamos en taxi para la terminal de Retiro, nos paró el semáforo justo frente al bar “La Cancha”. ¿Y a quiénes veo hablando lo más campantes? A Cristino y al pelado de barba y sin bigotes. En realidad, el pelado lo estaba regañando de mala manera. Era extraño. Recordé la increíble historia del ahorcado y mis sospechas se acrecentaron. Pensé en la conexión interna necesaria de la que habíamos hablado en tu casa. Pedí volver a casa y recogí varios libros que quería consultar.
-¿Por qué no me llamaste?
-Llegamos a la terminal con el tiempo justo para subir al micro. Papá casi me mata. En Santiago me fue imposible comunicarme porque mis tíos viven en las afueras, en Mailín, y la única cabina que hay en treinta kilómetros estaba rota. De todos modos, en ese momento todavía no tenía nada concreto. Me pasé el viaje de ida y la estadía hojeando libros y escuchando cassettes, para horror de mi familia. Lamentablemente recién en el viaje de vuelta encontré lo que ya sabés. El capítulo se llama “La Lira de Apolo”, si lo querés, lo tenés marcado.
Arrojó el libro sobre la cama mientras yo trataba de no pensar. En la redacción ya estarían procesando la nota de mi consagración... pero viene mi novia y arroja un balde de agua helada que estropea todo. ¿Por qué? Era fácil pasarse dos días de vacaciones, tranquila, sin hacer nada y luego llegar y repartir malas noticias. Es curioso como uno puede -bajo determinadas situaciones - odiar fugazmente, a quien ama.
-¿No se te ocurrió usar un celular?
-Sabés que no tengo. Y es una de las cosas que te gustan de mí, según vos.
-Podías haber pedido uno.
-¿En medio del monte? Es más fácil encontrar un jabalí a rayas.
-En la estación debía haber cabinas.
-Desde la estación te llamé dos veces, una al llegar y otra al irme. Las dos veces me dio ocupado.
-Me resulta difícil de creer.
-A lo increíble en literatura le llaman inverosímil.
-¿Y eso qué tiene que ver con ésto?
-Nada. Igual que tu desconfiaza.
-Vos y yo tenemos problemas de comunicación…
-Sin duda.
Alcé el tubo para llamar al Gordo pero el teléfono estaba muerto. Lo tiré por la ventana y salí corriendo. Marisa me gritó algo pero la dejé atrás sin decir palabra (y fue un error porque al volver ya no estaría). Llegué al supermercado sin respetar un semáforo. Me acerqué a la mesa de entrada y pregunté por Cristino. Se rieron y me dijeron casi que nunca había trabajado nadie con ese nombre tan ridículo. Sin pérdida de tiempo salí para la redacción. Daniel H. estaba en reunión de directorio con sus socios norteamericanos hablando de nuestra primicia.
Seré breve: El Gordo se morfó una suspensión y a mi me volvieron a echar. El teléfono no lastimó a nadie.

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