sábado, 30 de junio de 2012

Capítulo XII.

Todo ese tiempo había rondado el barrio de Marisa sin acercarme a su cuadra. Finalmente una noche me decidí. Desde la esquina vi la ventana de su pieza, la luz estaba encendida y su silueta se recortaba en el marco. La llamé desde un teléfono público: otra vez dijeron que no estaba. Poco después recibí un mail suyo. Recuerdo la emoción de ver su nombre en la bandeja de entrada, la impaciencia al abrir el mensaje. Finalmente, la desilusión de ver que me pedía una lista de direcciones de los encuestados. La mandé al carajo y creo que entonces empecé a olvidarla.
Por suerte, al menos para distraerme, encontré trabajo en un estudio de diseño gráfico. Tenía que estar ocho horas frente a una pantalla tipeando nombres de calles para una guía. Era difícil, por lo tanto, dejar de pensar en el barrio de Boedo. Cuando salía, a eso de las nueve, me iba a caminar por la “zona roja”. Todavía se seguía hablando de los fantasmas como lo más normal del mundo. Más aún, ahora todos afirmaban haber estado allí en el momento de un gol histórico o una jugada memorable. Acabé por creerlo ya que no tenía pruebas para no hacerlo, salvo la razón y el buen juicio, pero eran poca cosa.
Así pasaron un par de semanas hasta que una tarde, exactamente el viernes 14 de diciembre, recibí una llamada de Marisa. Quería que nos encontráramos en “La Cancha” a tomar un café. Toda la distancia que había conseguido generar en ese tiempo con el afán de olvidarme de ella se desvaneció en el minuto y medio que duró la conversación.
Algo ansioso, llegué una hora antes. Nuevamente había caldo de cultivo azulgrana. Dos días antes, el “cuervo” había obtenido un valiosísimo empate en Brasil ante San Pablo, lo cual significaba definir la copa de local. En el supermercado había un largo cordón policial y un piquete que casi cortaba avenida La Plata. Yo no paraba de mirar el reloj y tomar ginebra para calmar un poco los nervios. Marisa llegó tarde, pero hermosa: se había ondulado el pelo.
Pedimos una cerveza y hablamos largamente acerca de la distancia entre nosotros mientras ella desmenuzaba el ticket (eso me ponía loco porque después el mozo no sabía cuánto cobrar). Después, un cambio de expresión, una mezcla de nostalgia y altanería. Era la señal para cambiar de tema: hablar de San Lorenzo, del trabajo o de lo que fuera. Matar el tiempo. Yo la acariciaba con los ojos.
Entonces, llegaron ellos. El grupo del pelado con barba. Ocuparon cuatro mesas a lo largo, pidieron café y se pusieron a hablar animadamente. Uno leía al resto las noticias de los saqueos. Marisa no les sacaba los ojos de encima, especialmente al de barba. Yo estaba un poco celoso y se lo dije. La respuesta fue contundente “¿Por qué tendrías que estarlo?” Acto seguido, para mi sorpresa, se paró y se dirigió hacia su mesa.
-Disculpen. Necesito unas direcciones. ¿Alguien puede decirme donde queda El Centro de Comerciantes?
Cruzaron miradas interrogativas. Luego, el pelado de barba contestó:
-Estrada 234.
Marisa tomó nota en su agenda.
-¿La delegación de PAMI?
-Doblas 28.
-¿La familia Schiavinni?
-Saraza 334. Dto. D. El del fondo.
-Muchas gracias...
Si el diálogo ya daba para extrañar a cualquiera, yo no salía de mi asombro. Me dijo que necesitaba esos datos para unas encuestas y desvió el tema hacia cosas sin importancia mientras escribía algo en una servilleta. A esa altura me preguntaba con qué objetivo estaba yo ahí. Cuando terminó, la dobló y pidió al mozo que se la entregara al de barba. Incapaz de sostener la situación, me fui a la barra y pedí una ginebra, que apuré de un sorbo. De reojo vi como la invitaban a sentarse en la mesa grande. Pedí otra ginebra y después otra. Lo siguiente que recuerdo es el grupo retirándose del bar arrastrando a Marisa junto con ellos. Creo que quiso decirme algo pero el de barba no le dio tiempo. “Que se joda” -pensé- “otra vez se metió en quilombo”. Pedí la cuarta ginebra y tuve que replegarme al baño. Fueron dos minutos que pasé reclinado en el inodoro mientras perdía lastre y soportaba la tensión entre mi sentimiento y mi razón. Cuerdamente decidí que lo que tenía que hacer era entrar en pánico, gritar que la habían raptado y pedir un teléfono. Llamé al multimedio, quien sabe por qué, tal vez porque sabía que ahí debían tener el número de la policía, tal vez porque confiaba en El Gordo. El mozo me dijo que seguramente habían ido a la Sociedad de Fomento de la calle Vernet. No recuerdo que les dije o qué entendieron pero me dijeron que me quedara tranquilo, que iban para allá.
Con la curda a pleno salí con el Dodge pero olvidé sacar el traba volante que por algún motivo había quedado ajustado al pedal central. Cuando eso ocurre uno puede acelerar a voluntad, pero no puede virar y tampoco frenar. Conclusión: terminé contra las rejas del súper con el frente abollado, la bocina trabada y una columna de humo saliendo del motor. Una multitud se acercó a mirar. Me ayudaron a salir del auto mientras alguno accionaba un matafuegos. Como una señal esperada, la gente que acampaba en el frente se lanzó hacia el interior como una ola inmensa que sorprendió y superó a la seguridad.
En cuanto me recuperé del susto salí corriendo, ya despejado de mi borrachera.

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