sábado, 30 de junio de 2012

Capítulo V.

Me costó acomodar el Dodge en la playa de estacionamiento. No tanto porque estuviera llena de vehículos sino por la desorganización. El lugar seguía atestado de gente, pero el clima era diferente al del día anterior. No había relatos fantásticos ni personas agrupadas cuchicheando; solo curiosos a la espera de algo, mezclados con los clientes “como Dios manda”.
En cuanto entré, el encargado surgió mágicamente, me tomó del brazo -para mi sorpresa- y me llevó aparte. Parecía asustado, mirando a un lado y otro.
-La chica tenía razón -dijo confidente.
-¿Qué chica?
-La que vino con usted el otro día. Me dijo que se prepara un levantamiento popular.
-¿Le parece?
-No hay duda.
-¿No es un truco publicitario?
-¡Ay! ¡Por favor! Otro más con esa historia. Le juro por la virgen que no. ¿Para qué lo necesitamos? No. Esto es otra cosa. Es la revolución. Como en la época de Alfonsín.
-Bueno. Me parece exagerado. Yo no veo saqueos.
-No, claro, son los momentos previos. En cualquier momento estallan.
-No creo que sea para tanto. ¿No se le ocurrió revisar el sistema de video?
-¿Para qué?
Le expliqué mi teoría.
-Subamos a revisar todo, pronto- dijo sin soltarme.
Un minuto después estábamos encima de la estructura metálica que sostenía los innumerables tubos fluorescentes, parlantes y cámaras de video. Una débil línea separaba el mundo de las luces, las ofertas y las demandas del de las sombras, la suciedad y las telarañas. Unas vigas de hierro pintadas de rojo indicaban el camino por donde se podía transitar.
-Si pisa en otro lado, se cae -dijo -y son unos cuantos metros.
Vacilando, avanzamos sobre aquel inmenso páramo metálico cuyos límites no alcanzamos a verificar hasta que nuestros ojos se acostumbraron a la relativa oscuridad. Como los cables iban por dentro de canales de chapa, no fue mucho lo que pudimos ver. Por lo demás, todo parecía normal.
Entonces me pareció percibir algo a nuestras espaldas, el sonido de una soga silbando en el aire o algo así. Le comenté al encargado que escuchó con suma atención. Luego, el rostro se le iluminó, como si acabara de recordar algo.
-Hay alguien ahí que se queja -dijo -quizá sea un herido... ¿Oyó usted?
-No.
-¡No se mueva! -dijo de modo tan repentino que me sobresaltó. Se quedó unos segundos concentrado y finalmente se sentó abatido.
-Es preciso que usted lo sepa todo aquí -dijo sorpresivamente. Hace años hubo un empleado llamado Boquete, al cual despidieron por un faltante de dinero. Yo conocía al verdadero ladrón, pero era un “intocable”.
-Boquete fue un chivo expiatorio.
-Exacto. Yo hice el trabajo sucio. Lo denuncié y me ascendieron por eso. Soy un traidor, un inmenso traidor.
-¿Y qué tiene que ver eso con los fantasmas?
-Boquete se suicidó. Apareció colgado aquí arriba. Fue el día que cambiaba el gerente general. Hacíamos una pequeña fiesta para agasajar al entrante. Yo estaba en el despacho cuando vi entrar de pronto a Mercier -el administrador- todo azorado, quien me dijo que se acababa de encontrar ahorcado aquí mismo, entre el tablero de luces y un viejo cartel de propaganda, el cuerpo de un hombre. Yo exclamé “!Corramos a descolgarlo!” Bastó el tiempo invertido en bajar las escaleras, para que, al llegar, el ahorcado no tuviera ya la cuerda.
-Sigo sin entender.
-Está claro. Es él, es su espíritu.
Me costaba entender de qué manera su delirante relato se vinculaba con las imágenes. En realidad me costaba entender como había terminado allí. Al final dije, como para decir algo:
-Pero los fantasmas son decenas. Todos los jugadores de San Lorenzo.
-¡Él los dirige!
-¿Boquete es el DT?
-No, quiero decir que él maneja las cámaras de video. No me mire así, lo presiento. ¡Soy medium, tengo visiones!
-Mi rostro adquirió la expresividad de un atún. De pronto, me tomó por los hombros y comenzó a zamarrearme.
-Vos tenés que escribir algo así - me tuteó-. Yo tengo datos, datos precisos.
-Honestamente no creo en historias de aparecidos -dije, algo molesto, mientras espantaba su insistente mano de encima mío. Miró alrededor como para asegurarse de que estuviéramos solos.
-Yo tengo otros datos -dijo misterioso. Tengo documentos, documentos que prueban todo lo que está pasando ver-da-de-ra-men-te...
-Entonces... lo de los fantasmas no es verdad. Es decir, no es cierto que usted cree en todo eso.
-Vos confiá en mí y vas a tener la primicia.
-Pero, al menos, déme una pista.
Me miró fijamente un momento. Parecía dudar.
-Aquí no. No es seguro. Ahora bajemos –dijo arrastrándome otra vez- que la altura me apuna. Dispersémonos cada uno por su lado. Ah, me olvidaba. No tenemos que volver a vernos por acá, es peligroso. Dame tu número.
-¿Cuál es su nombre? –inquirí mientras le extendía una tarjeta
-Cristino, por supuesto. Cristino Daer.
Una vez en el bar, revisé el minigrabador. Había registrado todo. Marisa llegó disculpándose por la demora. Había pasado por el correo a depositar la carta a Sherlock Holmes. No hice comentarios. También había hablado con un compañero que tenía contactos con las agencias de publicidad y ninguna admitió estar trabajando actualmente con el supermercado. Es más, estaban intrigadas por saber quién había hecho lo que ellas -en ese primer momento de impacto mediático- consideraban un golpe maestro. Todas sospechaban de todas, pero ninguna se lo atribuía. Le hablé de mi entrevista con Cristino y se sorprendió al escuchar lo de los saqueos. Ella jamás había mencionado nada por el estilo. En cambio le interesó la historia del ahorcado -le sonaba de algún lado, de algo que había leído- y me pidió el cassette. De pronto, se puso seria.
-¿Qué pasa?
-Ahí en la mesa de enfrente. Me parece que nos miran.
Sí que nos miraban. Era un grupo de unas diez personas. Yo había notado algo raro pero no acertaba a darme cuenta qué era. Entonces lo supe. Eran demasiado silenciosos para ser tantos. O sea que posiblemente hacía rato que nos estaban observando. Marisa me señaló a uno como parte de los que habían estado hablando con la gente el día anterior. Era alto y corpulento, calvo pero con abundantes canas en las sienes. Llevaba barba pero no bigotes y tenía una forma particular de arrojar el humo -arriba y hacia los costados- que le daba un aire de arrogancia.
-Y vos que sos una bocona -dije, exagerando la alarma-. Deben ser de alguna secta secreta y por tu culpa nos van a asesinar.
-Y bueno, nene... encima que te ayudo... -respondió un poco asustada mientras juntaba sus cosas.
Dejé la plata en la mesa, propina incluída, y salimos, escrutados fríamente. La acompañé a encuestar para que no se sintiera sola. Luego fui a la redacción a armar la nota, en la cual incluí algunos de los reportajes del primer día. Vino El Gordo con las sextas ediciones. En todos los titulares figuraba la palabra “misterio”. Le comenté mi charla con Cristino y le interesó. De todos modos habría que verificar la fuente. Discutimos el perfil de las futuras notas y acordamos que la hipótesis del sistema de video se ajustaría bien al estilo del diario.
Al salir, me encontré con el lector loco del bar. Casi me asaltó a la salida y como lo ignoré me gritó a mis espaldas:
-Vuestro dios debe ser un verdadero cretino para refritar tales historias. ¿Eh, Doctor Frankenstein? Que se sepa, que se sepa.
-¿Qué historias?
-Veremos, veremos, después lo sabremos. Dáme veinte para el colectivo.

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