sábado, 30 de junio de 2012

Capítulo XI.

En los relatos de Conan Doyle, el narrador Watson acompaña permanentemente al detective durante el comienzo de la investigación, pero lo pierde de vista al momento de descifrar el enigma de modo tal que si Watson no se entera antes del final de la solución del enigma tampoco lo hace el lector. Ese el funcionamiento básico del policial, me explicaba Marisa. Cuando ella decidió perderse de mi vista no pude evitar recordarlo. Mi problema era ¿estaba simplemente recorriendo los pasos de su héroe o yo estaba en problemas? Tal vez influyó la presión, la inestabilidad económica (ahora era un desocupado más), los nervios generados por un caso que nos desbordaba. La cuestión es que al día siguiente pasamos de hablar de los fantasmas a agiar fantasmas propios y palabra va, palabra viene, orgullo de por medio quedamos en mejor no vernos por un tiempo, que se vaya , total ya va a volver.
Pasé esa semana en casa sin hacer nada, fumando, revisando papeles o resolviendo crucigramas. Sin teléfono (todavía no había reemplazado el aparato suicida), era más fácil hacerse fuerte y no llamar a lo de Marisa. Cuando, cumplido el plazo, lo hice, me dijeron que no estaba. Era mentira y yo lo sabía. Pero significaba que no quería verme. Tal vez no quería verme más.
Lleno de frustración, traté de ocupar mi tiempo en la búsqueda de un nuevo trabajo y en la solución del enigma. Tenía que hacerlo rápido antes de enfriarme y caer en la depresión. Podía llamar al Gordo (para lo primero) y pedirle que me tirara un cable pero ¿con qué cara? Al falso Cristino (para lo segundo) no tenía forma de localizarlo. ¿Cómo no le había pedido el teléfono? Ridículo. Me habría dado uno falso. Ahora ya no podía ni siquiera recuperar los reportajes (o al menos no me atrevía a pedírselos a Marisa). Sólo me quedaban mis notas, de las que ya empezaba a dudar. Mi única línea de investigación era la señora de la carta. ¿Pero dónde encontrarla? Pensé en poner un aviso en la prensa, dibujar un identikit, pero era demasiado esfuerzo para mí en ese momento.
Como la vez anterior me había dado resultado, decidí reflexionar en “La Cancha”, frente a una cerveza. Lo encontré alborotado, San Lorenzo había goleado al Corinthians en la revancha e iba a disputar la primera final internacional de su historia. En todas las mesas se hablaba de eso y de la procesión que estaba teniendo lugar en ese mismo momento y que avanzaba desde la iglesia de San Antonio por Avenida la Plata. Solo el lector loco estaba aislado, sentado quieto, con la cabeza en las nubes, hablando en voz alta. Me sentí Bogart preguntándole al mozo si conocía a una mujer con tales y tales señas. Su respuesta negativa me importó poco. Pensé en interrogar al loco pero no tenía sentido. De todos modos se levantó al verme y con su natural estilo estampida me encaró:
-Mostrar y ocultar. Ese es el equilibrio. En el caso de ustedes las cosas están claras. Solo un idiota podría no develarlo. Por lo tanto no me preocuparía.
Dicho esto último hizo el típico gesto de “ojo” con el dedo índice y como quedó congelado en esa postura, me levanté rápidamente con la excusa de ir a buscar el diario. Me interesaba saber en qué andaban los del multimedio. Descubrí que ya ni mencionaban el tema de los fantasmas. Los emergentes sociales acaparaban su atención y la de los demás medios. ¡Y apenas había pasado un mes desde el comienzo de la historia! Sin embargo a mí me parecían siglos. Recordaba la rutina de recabar información, armar la nota, mandársela al Gordo... ¡Qué época! En realidad lo que extrañaba era el tiempo junto a Marisa: los desayunos en casa, los encuentros en ese mismo bar, las hipótesis delirantes. Pedí otra cerveza y después otra y como no había comido nada, a las diez de la noche terminé con una curda padre viendo como el supermercado (que seguía enfrente, a pesar de todo) se tornaba más lento, más irreal. El frente estaba adornado con banderas. Muchas eran azulgranas, otras llevaban leyendas que no pude leer pero eran banderas de gente pobre, con chicos descalzos que rondaban por las cajas vacías. Varios móviles velaban en la avenida esperando la procesión. A lo lejos ya se escuchaba el rumor sordo de su avance.
De repente se escucharon gritos, seguidos de vidrios rotos y disparos. Me levanté, dejé un billete en la mesa y salí a la calle un poco mareado. Me acerqué hasta la reja y, aferrado a ella, traté de retener todo lo que pude sabiendo que luego me iba a costar recordarlo. En realidad adentro había mucha más gente que la que se veía desde el bar. Los veía ir y venir nerviosos, como con esa desorientación aparente de las hormigas, pero era claro que sabían por qué estaban ahí. Lo que me quedó grabado para siempre fue una señora corriendo con una bolsa enorme de fideos, tal vez porque nunca había visto nada igual, tal vez porque era inminente verlo para que todo el cuadro cobrara sentido. Lo demás fue como un telón de fondo de esa imagen fundacional: los que entraban sin nada y los que salían con algo; los de seguridad, tan poquitos que no se animaban a nada que no fuera recuperar cosas caídas. Me acordé de Cristino y su miedo a los saqueos. Ahora habían empezado y otra vez era el primero en presenciar la primicia. La diferencia era que ahora no tenía medio a quien comunicarlo. Tampoco tenía a Marisa y eso me preocupaba de veras.
Tal vez fue el embotamiento de los sentidos. Tal vez me dormí unos segundos apoyado contra la reja, pero de golpe la cuadra estaba iluminada por reflectores y el rumor sordo de antes ya era un coro masivo e imponente. Avanzando por la avenida –desde el lado de Pompeya, doblando por De La Cruz- se veía un bloque azulgrana que tenía más de manifestación que de procesión: banderas, bombos, trompetas al ritmo de “Matador” y el vaivén imponente de las masas en movimiento.
-Es la hinchada que viene desde el Nuevo Gasómetro apoyando al equipo para la final -me instruyeron.
Hacia el lado opuesto, bajando desde México, asomaba a su vez la procesión original, más lenta con tonos menores y matices más oscuros. La encabezaba un retrato del Padre Lorenzo.
-Es el cuadro auténtico, el único que existe- comentaban los vecinos-. Las viejitas lo tomaron por la fuerza del Oratorio.
Parado en el portón de acceso veía ambas marchas confluyendo lentamente –sendas columnas en operación de tenazas- hacia la entrada del supermercado, donde todavía se escuchaban corridas y se reforzaban accesos. En mi estado de semi-alucinación fui impelido hacia el interior en medio de una ola humana. Una bandera de proporciones gigantescas cayó encima de mí y avancé a ciegas, tambaleando, no recuerdo cuánto tiempo. Como una sucesión de planos en cámara lenta, la siguiente imagen fue la de gente saltando, manos al hombro, camaradería franca, entre las cajas registradoras. Corte: varias abuelas en hilera aplaudiendo a ritmo litúrgico, acompasado, participando, conviviendo sin miedo. Corte: el retrato del cura como un estandarte ondeando al frente de una caravana, volteando en el vaivén botellas de vino fino de los estantes más altos. Corte: fundido a negro... un instante de desorientación y de repente, la estampida. La energía desatada que se resolvía canalizando hacia la zona de deportes, iniciando la vuelta olímpica ansiada por el lugar. El predio todo poniendo en marcha su memoria, fundiéndose con tanto fantasma cansado de girar allí, en Vélez, en Rosario, en el Monumental, y tantos estadios vivos. Entonces yo también, vi. Sí, yo también vi y llevé al “Gallego” González en andas, palmeé el enorme número diez blanco de Victorio Nicolás Cocco, miré con reverencia el saludo de Martino a las tribunas de madera, quise ponerme al lado del “Gringo” Scotta en la caravana triunfal. Escuché argumentos inconexos, asentí fraternalmente, argumenté a su vez lo mío y todo fue concordia. La figura evanescente del lector loco se me aparecía con un libro en la mano: El lobo estepario gritaba desencuadrado. “Si el ´Lobo´ Fischer, respondía yo, “el que se comió a la ovejita”. Grité y sudé hasta que los gases me asfixiaron y manos amigas, manos humanas, me ayudaron a salir y me indicaron un lugar hacia donde correr para librarme de los palos.
El día siguiente desperté en la azotea del bar, junto a cajones arrumbados de botellas de pomelo Neuss. A mi lado dormía el lector loco. Tenía nomás El lobo estepario aferrado bajo el brazo. Qué lo parió. Con sigilo, bajé las escaleras e ingresé al salón como quien sale del baño. Salí, subí a mi Dodge, increíblemente allí, fiel como Tornado, y conduje hasta casa. Pasé el día mirando los noticieros ávidamente. No me vi. Ergo, no existí, al menos para la probatoria policial.
No era poco.

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