sábado, 30 de junio de 2012

Capítulo IX.

Con la resaca propia de una justa noche de borrachera, el martes 20 volví al súper sin un motivo concreto. Todavía tenía la credencial y decidí curiosear (ahora contaba con todo el tiempo del mundo). El sitio estaba invadido de gente que no hacía absolutamente nada: sólo estaban. Entonces más que nunca me dio la sensación de algo armado: cientos de extras merodeando con aires de androide. Como acto reflejo busqué a Cristino y creo que si lo hubiese hallado no me habría sorprendido. Todo parecía un set. Y sin embargo, nunca había sido tan real. Se improvisó una pequeña rueda de prensa donde el gerente volvió a negar toda responsabilidad de la empresa en el tema de los fantasmas y lamentó que “periódicos de reconocida trayectoria echaran lodo sobre ella inventando estupideces”. Afirmó que con todo ese asunto estaban teniendo pérdidas debido a las dificultades para reponer mercadería y controlar las colas en las cajas. Además se habían producido algunos saqueos aislados. Me crucé con el loco, que me disparó al pasar:
-Causalidad forzada. Era fundamental que entonces no se comunicaran pero podía haberse resuelto con mayor maestría.
Enfrente, en el bar, me pedí una cerveza bien fría y traté de acomodar mis ideas. Ahora ya era una cuestión personal. Tenía que llegar al final de ese enigma. En primer lugar ¿Quién era el tal Cristino? ¿Cómo había conseguido hacerse pasar por encargado? ¿Por qué lo había hecho? ¿Qué ganaba con todo eso?
“¿Cómo razonaría Sherlock Holmes?” diría Marisa. Si había que empezar por la razón, entonces había que descartar lo de los fantasmas. Por lo tanto restaba el truco publicitario.
En relación con esto:
a) ya lo habíamos investigado sin encontrar pruebas
b) no tenía sentido seguir manteniendo una campaña que estaba empezando a perjudicar más que a beneficiar a la empresa.
Orgulloso de mi razonamiento, anoté mis deducciones en una servilleta y saboreé el primer trago de cerveza. El problema era que, más allá de eso, no se me ocurría nada.
Marisa había dicho que debía haber algo en los reportajes que nos diera una pista. Después del hallazgo de la mentira de Cristino decidí darle crédito. No había que desperdiciar la intuición femenina. A la noche la llamé para invitarla a comer. Para mi sorpresa, no hizo escándalo por mi actitud del día anterior. Sí, en cambio, me pidió rabas con vino blanco, sabiendo que a esa hora sería un poco difícil conseguirlas.
Esa noche, después de la cena y un oportuno brindis reconciliatorio, pusimos manos a la obra y nos concentramos en los reportajes.
-Hay que buscar una forma de clasificarlos -dijo Marisa después de un rato.
-¿Por edad, por sexo...?
-No, no me refiero a eso. ¿No notás como algunos responden seguros de sí mismos y otros, en cambio, parecen incrédulos?
-Bueno, aceptar que se ven fantasmas no es fácil de digerir.
-Sí, pero así y todo hay algo más. Por otro lado las últimas seis encuestas niegan haber visto nada. ¿Por qué las seis últimas y las demás no?
-Las últimas las hice por el Hospital de los Quemados, ya lejos del súper.
-Eso puede ser una punta. ¿Tenés una Filcar?
-Una Lumi.
-Hacé una fotocopia ampliada de la zona de la cancha.
Era la una pero encontré un maxikiosco y volví con el pedido y un paquete de Chocolinas. Cuando terminamos, a las 4 de la mañana, habíamos computado 74 testimonios entre Boedo, Alberdi, Moreno y Caseros. Un área de ¡150 manzanas! Como cada uno incluía la dirección fue fácil bajar la información al plano. A los que afirmaban haber visto a los fantasmas los señalamos con una marca roja. Los que decían haber oído hablar del caso recibieron una marca naranja, y los que afirmaban no creer en absoluto que la historia fuese cierta, una marca amarilla.
Descubrimos que los testimonios afirmativos no sólo eran muchos menos que los que suponíamos sino también que se localizaban en un radio bastante reducido. Unas seis manzanas alrededor de la esquina de Viel y Vernet formando una especie de triángulo con un cuarto lado muy pequeño. Si bien el relevamiento permitió bajar las cosas un poco más a tierra, los interrogantes continuaban: ¿Por qué los testimonios afirmativos se restringían a una zona concreta en vez de esparcirse por todo Boedo? ¿Por qué esa zona, en vez de ser lindera, quedaba tan lejos del súper? En definitiva ¿había que creer en los fantasmas o eran una banda de fabuladores? Preguntas como “¿por qué?” o “¿para qué?” eran más difíciles de contestar. De todos modos, si había alguna respuesta tenía que estar en la “zona roja”, y para husmear sin despertar sospechas lo mejor era “encuestarla”. El problema era que Marisa tenía un poco de miedo, lo cual aproveché para tomarme ciertas revanchas. De ninguna manera podía ir yo, la que sabía el oficio era ella. Si yo pisaba en falso y me descubrían ¿quién sabe qué cosa era capaz de hacer esa gente? Marisa propuso jugarlo a los antónimos. Era un juego que teníamos entre nosotros, que consistía en responder una palabra con su antónimo o en su defecto, en caso de que no lo tuviera, con otra que se le opusiera de alguna manera no específica, pero que resultara convincente. A su vez el que proponía debía tener lista la siguiente palabra de manera inmediata. Un silencio de tres segundos significaba la derrota. A Marisa le encantaba ya que siempre conseguía ganarme. Pero esta vez yo tenía una táctica.
-Cristino –comencé.
-Cristina.
-Pelado.
-Peludo.
-Conexión interna.
-Conexión externa.
-Barbudo.
-......Bar...bada...
-Perdiste! Lampiño! Caíste en mi trampa. Yo sabía que si te tiraba palabras obvias ibas a relajarte y a confiarte.
-No fue por eso, es que me distraje.
-¡Tu abuela! Admití tu derrota. !Ja! !Gané, gané, gané al ta - te - ti! ¡Gloria y loor al nuevo campeón!
Al fin, saciado de vanidad merced a una oportuna danza celebratoria, le dije que obviamente iríamos juntos, que jamás se me había pasado por la mente dejar que se arriesgara sola. No respondió ni me aplicó su habitual codazo al hígado. Se quedó pensativa. Era la primera vez que perdía a los antónimos.

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