sábado, 30 de junio de 2012

Capítulo III.

Frente al supermercado, acodado en una esquina, queda el bar “La Cancha”. Afuera: cortina metálica y vereda desconchada; adentro: ginebra, pizza y café, y muchos, muchos cuadros de viejas formaciones azulgranas descoloridas por el tiempo y la luz interior. Dos retratos flamantes indican las recientes glorias del 95 y del 2001. Se habla de fútbol, claro, como cuando el Viejo Gasómetro estaba ahí nomás, al otro lado de avenida La Plata. Las voces son roncas por el cigarrillo y los años y te dicen “pibe” con más insistencia que un blues de Manal. Entré allí temprano esa primera vez para esperar a Marisa, que trabajaba de encuestadora en una zona cercana. Pedí un café y aunque estaba vacío a esa hora, me retiré a una mesa rinconera preguntándome por qué el tío Angel nunca me había traído de chico. Era obvio, cuando me empezó a llevar hacía tiempo que jugábamos en Ferro o en Huracán. Pero una vez estuve, la primera y única vez que pisé el Gasómetro, tendría cuatro o cinco años y el mi viejo me había llevado a ver a Boca.  Recordaba dos cosas; una que cuando la pelota salía por la línea lateral bajaba un escalón de unos 10 centímetros porque el campo de juego estaba elevado y la otra la granadina que me tomé ahí mismo, en el buffet del estadio, del partido ni me acuerdo. Admirado por la paradoja de que fuera el viejo y no el tío quien me hiciera conocer el Gasómetro, me quedé pensando en todas las charlas futboleras que habrían tenido lugar en ese ámbito sagrado. Me trasladaba con la imaginación medio siglo atrás y lo veían lleno de sombreros y sacos grises, saltaba veinte, treinta años más acá y veía a la generación de camisas coloridas y pantalones acampanados, la gomina de antes ya no estaba, el pelo se había liberado con el ratón Ayala y la melena más larga de la historia. Epocas y generaciones como capas de recuerdos superpuestas una sobre otra. En las fotos viejas en blanco y negro las tribunas eran de una uniformidad respetuosa. ¿En qué momento surgieron las banderas que adornan las fotos en colores?  Mirando el marco barnizado de los dinteles pensaba en la madera y su capacidad de absorción. Si tan solo hubieran podido registrar el ambiente, tatuajes toscos, bigotes amarillos por el tabaco. Pero había huellas, insolentes o furtivos tajos de navajas que apenas alcanzaban a evidenciar signos, un CASLA bastante nítido y algunos nombres propios, un BAM inconcluso que se me antojaba "Bambino". Pensé que alguna vez en análisis de las maderas públicas podría ser -debería- una nueva rama de la investigación antropológica. Recordé una charla con tío Angel -una de las muchas sobremesas en la casa de Avellaneda- donde me decía que cuando uno es chico y va a la cancha los jugadores son como héroes olímpicos, no meros pataduras traídos a un precio demasiado alto para lo que rinden. "Un jugador,  tiene que tener eso en claro, juega para los que lo putean en la platea pero también para ojitos que los tienen en un plano épico". En esas y otras ensoñaciones estaba (la de imaginar el bar como un bergantín con bandera azulgrana) cuando llegó Marisa con sus carpetas de encuestas a punto de desparramarse apretadas contra el pecho. Le pedí un café y después cruzamos y nos abrimos camino entre la multitud de cámaras, camarógrafos, cables y reporteros. Varios tipos, handy en mano, se comunicaban entre sí ¿Para qué? ¿Qué dirán? ¿Justifica eso la seriedad? ¿Se sentirán importantes? Todas estas preguntas me las susurraba Marisa al oído mientras yo trataba de ponerme serio ante el personal de seguridad. Uno de ellos llegó a atisbar una semi-sonrisa en mi rostro y creo que pensó en echarme pero, por algún motivo (tal vez una cara angelical a mis espaldas), cambió de opinión y nos dejó pasar.
Adentro el panorama era similar. La gente del supermercado parecía un poco molesta para que se tratase de una campaña publicitaria. Los de seguridad pretendían desalojar a todos aquellos que no estuvieran allí con evidente intención de compra, algo difícil de comprobar. Era como amenazar a chicos que se portaban mal. Empleados en mangas de camisa y con corbatas flojas explicaban a quien quisiera oír que en realidad “no pasaba nada”.
Un hombre alto y fornido pero de cabeza pequeña y con abundante jopo nos salió al cruce y miró atentamente mi credencial.
-Soy el encargado, un gusto. Supongo que están aquí por los rumores de los fantasmas.
Nos miramos, sorprendidos por su perspicacia. El otro ametralló:
-Hace varios días que se viene hablando del tema. ¿Ustedes vieron algo? Yo no ví nada, los empleados tampoco. Lo concreto es que aquí hay individuos que con pretextos ridículos invaden el lugar, no sé con que intenciones... -aquí nos dirigió una mirada cómplice, del tipo “ustedes entienden lo que quiero decir” y como permanecimos impasibles agregó -Es decir...no son clientes habituales -y lanzó una nueva mirada significativa.
-¿Usted sugiere que hay activistas detrás? -pregunté por fin.
Aquí lanzó una tercera mirada significativa, y como éstas consistían en una mezcla de inclinación de cabeza con fruncimiento de labios, me pareció un perfecto idiota, por lo cual me fui a mezclar entre la gente a ver qué se hablaba, Marisa se quedó, cuchicheándole algo.
Los comentarios no anunciaban nada nuevo. Eran charlas de amigos sobre el “Lobo” Fischer, el “Beto” Acosta, el “Vasco” Zubieta, el “Manco” Casa. Un hombre calvo disertaba sobre arbitrajes parado en un cajón de vinagre. Todos decían que alguien había visto, que alguien les había contado, pero en definitiva, ningún testimonio de primera mano, muy sospechoso. Decidí que ese sería el enfoque de mi siguiente nota, la titularía “Los fantasmas de la duda”.
Volvimos al bar. Entre cerveza y maníes, Marisa mencionó La invención de Morel, de Bioy Casares.
-¿Qué es? ¿Un libro de ciencia?
-Ciencia ficción. Hay una máquina que proyecta figuras tridimensionales previamente grabadas.
-Y las mirás con anteojos especiales.
-No, tarado, las ves como personas auténticas, sólidas. Lo que pasa es que, después de un tiempo, como la cinta no es infinita, empiezan a repetir los mismos movimientos una y otra vez. Bueno, leéla.
-¿Vos decís que las del súper son proyecciones?
-¿Qué se yo? ¿Vos viste algo? Yo no vi nada.
-Parecés el encargado.
-Andáte al cuerno.
Entonces, un hombre pequeñito, de ajado saco y moño, que hasta entonces leía tranquilo en una mesa aledaña se levantó y nos encaró:
-Ustedes son meros seres de papel. La única real es ella. Es decir, debe serlo, tiene que serlo. Escúchame con atención, joven predicador. Todas las cosas visibles, muchacho, no son más que máscaras de cartón. Pero en cada evento (y, desde luego, en el hecho de vivir) hay algo desconocido, pero siempre racional que proyecta los trazos de su rostro a través de la máscara irracional. ¡Si el hombre quiere herir, que lo haga a través de la máscara! ¿Cómo puede un prisionero escapar, si no es a través de la pared de su prisión? Para mí, la ballena blanca es esa pared que avanza hacia mí. A veces creo que nada existe aparte de ella; pero es bastante.... ¡Mozo¡ Un feca.
Se sentó y siguió leyendo. Marisa me preguntó por lo bajo si la había llamado “ballena”. Me encogí de hombros. Después le dije que no, que no me parecía, pero no estaba seguro..

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